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Los occidentales tenemos una curiosa manía por la novedad. Queremos ser novedosos a toda costa, cueste lo que cueste. Conste que esto no va solo por los conceptos de “ir a la moda” o por la compulsiva adquisición de últimos modelos de automóvil y artilugios electrónicos de todo tipo. Va mucho más allá.

Queremos creer ser novedosos en todo lo que acontece. Queremos creerlo porque pensando así, nos consideramos “modernos”, alguien que “está a la última” y es “propio de su tiempo”. De ahí que abran portadas y telediarios titulares de récords históricos, eventos inéditos o primeras veces en cualquier asunto político y social. Lo hacen porque eso es lo que más vende.

Pero ¿es cierto? ¿somos tan novedosos como creemos? ¿estamos seguros de que en el pasado no ocurrió algo ni siquiera parecido? La clave de las respuestas a estas preguntas está en el concepto de “venta” antes citado. Ahora bien, para explicarlo adecuadamente quiero comenzar por otro extremo. Voy a emplear para ello el concepto de “adanismo”. Este término acuñado por Ortega y Gasset para designar menesteres políticos que ahora no vienen al caso, la RAE lo define como “tendencia a comenzar una actividad sin tener en cuenta los progresos que se hayan hecho anteriormente”.

Efectivamente, este es el asunto a subrayar: decimos que somos novedosos en todo lo que sucede en el presente sin habernos preguntado antes si algo similar ya ha pasado alguna vez. Parece obvio pensar que eso sería lo más inteligente. Es decir, regresar a esa experiencia de otros anteriores para avanzar más deprisa sobre los pasos que ellos construyeron. Así es que la pregunta que surge inmediatamente entonces es que si eso es lo más razonable ¿por qué no lo hacemos?

Pongo un ejemplo con el que se ve más claro lo que quiero poner sobre la mesa: los problemas causados por el omnipresente y omnipotente covid de “última generación”. ¿De verdad que no hay nada en el pasado que ni se le parezca? Porque me pregunto ¿la gripe española fue tan diferente en cuanto a sus efectos en la sociedad? Y para este caso u otros similares, ¿no podemos fijarnos en la gestión que se hizo en anteriores catástrofes?

La sucesión de acontecimientos y decisiones que toman nuestros dirigentes parecen decir que no. Lo que transmiten es que lo que nos está ocurriendo es algo sin parangón. Podría pensarse que usan esa expresión como excusa y chivo expiatorio de su ineficiencia. Sin embargo, me temo que es que realmente piensan que no hay nada anterior de lo que poder agarrarse para solventar mejor la coyuntura.

Lo que digo es que, si se atreviesen a mirar el pasado quizá encontrarían datos útiles. Porque si observamos con atención y atravesamos la membrana de esa superficie que nos atolondra la cabeza con mensajes de novedad repetitivos de todos los medios, hay información que, como poco, puede resultar curiosa.

Retomando la mal llamada gripe española de principios del siglo XX y comparando lo sucedido entonces con la epidemia actual, a pesar de las diferencias estructurales del virus, nada nuevo bajo la luz del sol. Aquella pandemia castigo a la población durante unos dos años ¿cuánto va a durar esta hasta que encontremos la solución? Si nos fijamos, ahora dicen que para que la inmunidad llegue a todos, tendremos que esperar todavía algún tiempo. Y si lo sumamos al que ya llevamos nos percataremos de que la erradicación nos va a llevar aproximadamente lo mismo que a nuestros antepasados, los susodichos dos años.

No quiero entrar en asuntos relacionados con intereses empresariales ni conspiraciones de los poderes fácticos. Porque a lo que voy es a ese concepto de la novedad que presentaba al iniciar el artículo. Me quiero centrar en la idea de que si no nos fijamos en lo que pasó en 1918 es porque sería demodé. Creemos ser tan diferentes a los de esa época que nos alejamos de ellos sin dar posibilidad a sus voces, a que ellos nos den consejos que nos ayudarían mucho. Y esto es así porque en nuestra “novedosa” sociedad lo viejo no sirve, lo antiguo no tiene que ver conmigo y por eso lo relego.

Y ahora sí, puedo acercarme al quid de la cuestión: en nuestra contemporaneidad lo valioso es lo nuevo. Lo bueno es lo novedoso y todos queremos participar de ello. La juventud y los artículos relucientes del lineal son los que “molan”. Personas y objetos de otro tiempo son precisamente eso: “de otro tiempo”. No son de “este tiempo” y, por lo tanto, no les toca estar aquí. Ni siquiera por recuerdo y por eso no les permito el paso ni la palabra.

Esta ansia por lo nuevo la tenemos tan grabada a fuego que se ve claro incluso con lo más simple: cuando se estropea la cafetera a casi nadie se le ocurre ir a repararla. Es que ni nos planteamos si es posible. Directamente compramos una nueva so pretexto de “que va a ser más barato”.

Pero ¿por qué actuamos así? ¿cuál es el impulso compulsivo que nos lleva a olvidarnos o a querer alejarnos de lo antiguo, del pasado? Aunque parezca difícil contestar a estas preguntas, no lo es en absoluto porque, si sabemos mirar con atención, sabiendo atravesar esa superficie de la que hablaba antes, la respuesta la tenemos delante de nuestras narices. La solución se encuentra en las profundidades del sistema capitalista que, como el covid, también todo lo puede. En la expresión de este régimen económico-político-social encontramos a su fiel escudero: el consumismo, base sobre la que se asienta el sistema dominante en occidente. Si no hay consumo, el capitalismo no funciona y si no funciona muere.

De ahí que desde todos los medios que el neoliberalismo tiene a su alcance, se lancen mensajes que dictaminan que solo hay que fijarse en el hoy y la novedad de este presente. Si se nos animara algo más a fijarnos en el pasado, seguramente la maltrecha cafetera de la que hablaba no acabaría en el cubo de la basura. Pero, si esto ocurriera, las nuevas cafeteras que se producen en masa no tendrían salida. Lo que implicaría que la economía, tal como la entendemos, se derrumbaría.

Por eso todo lo antiguo debe ser relegado. Ya sean objetos, acontecimientos sociales o la experiencia de los que nos precedieron. El capitalismo sobrevive gracias a la novedad, al hoy, a lo momentáneo y futil. Y que pensemos en clave de pasado-presente-futuro no le sirve. De hacerlo, le asestaríamos un golpe mortal. Dicho sea de paso, el mismo que se propina a la multitud de seres humanos que se están quedando por el camino y que me traen a esta reflexión.