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En los tiempos que corren afirmar “me siento una mujer completa” parece complicado. Decir sin complejos “me siento plena en todos los sentidos” contiene implicaciones que no siempre se ven a simple vista.

En reuniones con amigas e, incluso, cuando me junto con otras mujeres en el trabajo y sale el tema, la conversación empieza de una manera para terminar de otra. Me explico: se comienza afirmando la completitud citada para, al poco, a medida que se entra en confianza y se profundiza, se tuerce el gesto. Cuando se va a los detalles, acostumbra a asomar una extraña sombra como de tristeza por desorientación en lo emocional. Es decir, aunque, a nivel general, de entrada, afirmamos ser felices, cuando nos metemos en harina, la cosa cambia.

Cuando se rasca un poco sale a relucir una especie de queja sistemática. Lamento que encuentra su base en la incertidumbre: en el no saber con exactitud si lo que hacemos está enteramente bien o enteramente mal. Un no tener la certeza absoluta sobre la validez de nuestras acciones que lleva necesariamente a una especie de sufrimiento sordo que acaba agotando.

Que esto pase tiene una explicación. Tiene que ver con el mundo para el que nos criaron y con lo que nos hemos encontrado. A las de mi edad nos explicaron que, para ser mujeres modernas, de nuestra época, debíamos ser independientes, autónomas, estar empoderadas y tener un currículum impecable y puesto de trabajo de cierto prestigio. Ahora bien, esto no es todo. Si la cosa se hubiera quedado ahí, nada se podría decir al respecto.

La cuestión está en que este discurso con el que crecimos, socializamos y del que, de un modo u otro, seguimos alimentándonos, viene acompañado de otro bien distinto. Se suma a esta primera imagen otra que no sólo contradice a la primera, sino que, en ocasiones, puede incluso cortocircuitarla. Esa segunda parte que se añade a la anterior dibuja a una mujer de características bien distintas. También fuimos preparadas para ser excelentes amas de casa, encontrar un marido (en su defecto, pareja) con quien compartir una vida entera, tener hijos, ser felices y comer perdices para siempre.

El asunto es que si una se ocupa de la primera parte del discurso haciendo másteres a troche y moche, viajando y ocupando puestos de responsabilidad en la empresa que se tercie, las perdices pronto se pudren y empiezan a oler. Porque, hay que decir, a la superwoman nacida en los 90 todavía ni le han salido alas ni domina el don de la ubicuidad. Lejos de haber solucionado su situación, esta no hace más que empeorar irremediablemente.

Cierto es que cada vez son más las instituciones que se hacen cargo de la situación, (o eso dicen), y parece que se comienza a tomar conciencia del asunto. Cierto es que, cada vez más, entre nosotras, podemos comentar que esto está pasando sin temor a que nos juzguen como se hubiera hecho años atrás. La cosa es que hacemos con lo que en nuestro interior sentimos. Es decir, por más que la sociedad comience a admitir un nuevo rol femenino, un nuevo papel de la mujer en la sociedad, lo que me preocupa es ¿qué hacer con esto que siento? Porque, aunque para las que vengan, actuar sólo desde esa modernidad que antes decía, será lo más normal del mundo, nosotras tenemos grabado a fuego la dualidad del discurso. Y así es: aquello que nos inculcaron de niñas, previsiblemente va a seguir ahí hasta que nos muramos.