Cada vez es más notable la obsesiva compulsión de algunos por capturar en imágenes aquello que viven. Un científico explicaba ayer en una entrevista que la exagerada y cada vez más cotidiana conducta de tomar fotografías de todo aquello que se hace, esconde un narcisismo oculto que a todos, en mayor o menor medida, nos mueve. El investigador constataba además que existía un creciente número de personas que acudían a ciertos eventos o lugares simplemente para hacerse la foto.
De manera más o menos consciente, estos individuos acudían al lugar o evento en cuestión solo si podían atestiguar su asistencia a través de una imagen. De no existir dicha posibilidad, desestimaban la invitación o evitaban su asistencia. Más allá de lo desproporcionado del último enunciado, la sublimación de ese movimiento narcisista inconsciente que parece todos albergamos en nuestras profundidades, es facilitado por una simple operación con nuestro teléfono móvil. Y quizá de ahí el éxito de la posibilidad.
Está claro que a muchos nos gusta guardar un recuerdo de un momento agradable, sin embargo, el nudo de la cuestión lo supone cuestionarnos acerca de dónde se encuentra el límite. Eso, si es que lo hay. Es decir, la cuestión será, ¿qué es más importante, lo que vivimos o que ello salga en la foto?
Dejando a un lado el marketing y negocio que generan algunos sujetos y empresas a través de imágenes, interesa destacar aquí aquello que sucede a las personas respecto de este tipo de prácticas del retrato. En este caso, será interesante saber que, dado que el cerebro humano no puede concentrarse en dos tareas a la vez, mientras enfocamos para sacar la instantánea, obviamos aquello que sucede. Así, mientras buscamos y realizamos la foto, aunque sea por un segundo, perdemos el ritmo o el contacto con aquello que realmente sucede. Nuestro foco varía y, aunque sea por un instante, perdemos de vista la vida. Nada alarmante si tales hábitos se practican con mesura. Sin embargo, ¿qué sucede cuando dicha praxis es exagerada? ¿qué pasa entonces con la experiencia sin foto?
Pensando en los más jóvenes, expertos en este tipo de circunstancias, ¿cuál es su realidad? Es como si para ellos, en quienes vemos materializada la pulsión narcisista de la que hablaba el científico, la experiencia hubiese pasado a un segundo plano. Es como si la experiencia a pelo no les interesase. Algo así como si la experiencia se hubiese puesto al servicio de la imagen.
Esto me lleva a pensar en una especie de realidad distanciada. Pero ¿es la realidad la que se aleja o sucede que tal enajenamiento se ha convertido en la realidad en sí? Esto es, llevándolo al extremo, quizá suceda que en nuestra actualidad, la realidad haya dejado de ser la que conocíamos hasta ahora, para pasar a ser de otro tipo: aquella que captamos con nuestra máquina fotográfica. Puede que la experiencia en sí sea ahora la foto.
Tan abrumados como estamos por la tecnificación de nuestro entorno, es como si cada vez formásemos más parte de ese código. Nada nuevo como idea: un Matrix más. Un universo paralelo acerca del que quizá deberíamos pensar ¿Desde dónde? Quizá, por ejemplo, planteándonos seriamente qué es más importante para nosotros o nuestros jóvenes: ¿visitar un monumento o colgar en Facebook la foto que le hice? ¿Conocer a una persona interesante o hacerme un selfie con ella? Y desde ahí, un largo etcétera.