En Viaje al pasado en busca de respuestas comentaba mi sorpresa al descubrir que el origen de la desigualdad de género se encuentra en la prehistoria. El patriarcado comienza a gestarse hace unos 10.000 años. Concretamente en el Paleolítico Superior, primera morada del homo sapiens sapiens. Con el nacimiento de nuestra especie y evolución de nuestros cerebros llega una nueva manera de organizarse socialmente que deja malparada a la mujer desde sus inicios.
Conste y quede claro desde el principio que el motivo de la injusticia para con las mujeres iniciada en ese pasado remoto no tiene nada que ver con nuestra biología. Aunque el machismo nace a la vez que la especie humana, no significa que lo haga porque hay algo de nuestras características biológicas que lo provoque. Anoto este asunto porque no siempre fue así. De hecho, muchos bulos actuales se alimentan todavía de antiguas teorías que dictaban que nuestros cuerpos eran los determinantes de las injusticias que se cometen con el colectivo femenino.
Hay que saber que hace mucho que la comunidad científica refutó la causa biologicista del androcentrismo en pos de una justificación cultural. Y es relevante entenderlo de este modo porque, de lo contrario, de seguir considerando que las desigualdades que padecemos las mujeres tienen que ver con el cuerpo con el que nacemos, nos dejaría sin escapatoria. Si este fuera el motivo podríamos hacer muy poco al respecto para quitarnos el lastre de encima.
Sin embargo, si comprendemos que el patriarcado es un constructo, es decir, algo “creado” en un momento dado, podemos hacer algo. Desde esta perspectiva, de hecho, no importa ni si quiera la fecha o el lugar. No importa demasiado cuándo o dónde se gestó el androcentrismo porque lo que hace relevante el argumento es saber que fue “creado”. Ya que aquello creado e impuesto puede ser eliminado y sustituido.
Sentadas las bases, ahora sí, puedo comenzar a relatar los hechos que llevan a esta injusticia institucionalizada de la que, desgraciadamente, todavía hoy seguimos hablando. Todo comienza con la llegada del Neolítico, momento en el que abandonamos nuestras costumbres nómadas. Hasta ese momento, los pequeños grupos tribales vagaban por extensos territorios y se alimentaban y sustentaban de todo lo que encontraban por el camino. Hasta finales del paleolítico rigen comportamientos pacíficos entre los grupúsculos humanos de un mismo territorio. No hay disputas entre ellos porque todos se sienten con el mismo derecho sobre los recursos que tienen a su alcance dentro de una misma zona.
Algo relevante y que se desprende de lo anterior es que tales conductas igualitarias y ausencia de problemas por la abundancia de alimentos, lleva a que dichas comunidades estén escasamente jerarquizadas. No es necesario un orden o predominio de unos sobre otros cuando todo es de todos y hay abundancia de opciones. Además, esto no solo sucede en la relación con las tribus vecinas, sino que esta práctica ausencia de jerarquía se extrapola también a la relación entre hombres y mujeres de una misma agrupación social. Así, para esta época, la relación que se establece entre ellos y ellas se dibuja igualitaria.
No obstante, como digo, el panorama y estructuración social cambia cuando llega el Neolítico y su creación de poblados estables. El sedentarismo modifica los modos de vida, pero también la manera de comprender el contexto en el que se vive. Ahora en esos pequeños asentamientos y sus alrededores comienzan a cultivar y domesticar animales. Costumbre que nos lleva a encontrarnos con el primer “quid de la cuestión”. Porque el nuevo modo de obtener alimentos transforma, a su vez, la manera en la que se configuran las sociedades y, por ende, las formas en las que los grupos ejercen el poder.
Visto en detalle, el incipiente surgimiento de la propiedad privada trae consigo una nueva necesidad: la de que cada comunidad tenga el poder sobre una determinada zona de producción. Es decir, si ahora ya no nos alimentamos de lo que encontramos por el camino y, por lo tanto, ya no todo es de todos, la cosa cambia radicalmente. Ahora es imprescindible que cada grupo poblacional delimite la zona de la que extrae los recursos que precisa para la supervivencia. Y sobre esa, «su zona», tiene el poder.
Así, si un clan ostenta la propiedad de un territorio y dicho grupo tiene mayor poder sobre esta zona que otra comunidad, se puede decir que hay una supremacía de un grupo sobre otro en un determinado territorio. Y dicha hegemonía nos lleva a la siguiente clave para comprender el nacimiento de las desigualdades entre hombres y mujeres. Este segundo aspecto se relaciona con la defensa de lo que es de cada uno. El poder sobre unas tierras y posesiones se sustenta sobre la protección de tales pertenencias. Esto es, esa propiedad debe ser protegida para que otros clanes no puedan arrebatarla. Y dentro de un mismo clan, ¿quiénes son los más adecuados para esa defensa?
En aquella época, sin métodos anticonceptivos ni sistemas alternativos a la leche materna, digamos que las mujeres llevaban las de perder. Aunque en próximos artículos detallaré otras implicaciones que esta defensa de la hacienda tiene sobre el colectivo femenino, por el momento me quedo en que esta coyuntura lleva a una cuestión que comienza a poner el yugo sobre las mujeres: la repartición de tareas en el seno de las familias. Ellas se encargan de la casa y los hijos, mientras ellos se van al campo de batalla.
Si bien la premisa comienza a oler a cuerno quemado, debe atenderse a que esta nueva asignación de quehaceres todavía, por sí mismo, no determina el sometimiento del colectivo femenino. Es decir, esta repartición de ocupaciones cotidianas no explica en sí el motivo de la infravaloración de las mujeres de todos los tiempos. Porque, si lo pensamos, unas labores no son ni mejores ni peores que otras. Es falaz interpretar que lo que ellos hacen tiene un rango superior a lo que hacen ellas. De hecho, funciona a la inversa: lo que hace que las tareas del hogar tengan menos valor que aquellas que se realizan fuera de casa se debe a un elemento posterior a esta primera distribución que se ha explicado.
Es entonces cuando nos encontramos con un tercer factor a tener en consideración para descubrir el nacimiento de la desigualdad de género. El argumento al que hay que atender, aunque de entrada parezca enrevesado, es el siguiente: no es el trabajo en casa lo que hace menos válidas a las mujeres, sino que estas tareas comienzan a infravalorarse ya en esta época porque son a las que se dedican ellas.
¿Por qué a lo que se dedican las mujeres tiene menos valor que aquello a lo que se dedican los hombres? Responderé a esta pregunta en próximos posts que seguirán dando testimonio de la desdicha. Lacra que, desde esta actualidad, podemos luchar por desterrar.