En Fiel hasta que la muerte nos separe explicaba una de las secuelas para las mujeres que deja el sedentarismo neolítico. Pero es solamente eso, “una”. No es la única. De hecho, la petición de fidelidad al colectivo femenino comentada en mi artículo anterior es consecuencia de otra cosa. Se trata de un factor que sostiene la desigualdad de género de aquellos tiempos no permitiéndole a la mujer ni siquiera quejarse por lo que se le exige.
Retomando la necesidad de defensa de la propiedad privada prehistórica señalada en otro de mis posts (Orígenes del Androcentrismo), aclaremos por qué aquel preservar los bienes de una determinada zona, lleva al maltrato sistematizado de la mujer en su conjunto. Para hacerlo debemos traer aquí un concepto clave que, como decía, sirve de causa: las guerras.
En las contiendas neolíticas y sus connotaciones encontraremos la relación existente entre las luchas de clanes por la defensa de sus pertenencias y la infravaloración de lo femenino. Ahora bien, para comprender este vínculo, antes hay que poner sobre la mesa otros elementos.
Lo primero a tener en cuenta es que, si bien por aquel entonces se guerrea contra el enemigo que amenaza desde “ahí fuera”, las consecuencias del conflicto no se quedan en el campo de batalla. Es decir, los litigios con tribus rivales por la defensa de los bienes llevan a otro tipo de conflicto en el interior de un mismo grupo social: las desigualdades entre hombres y mujeres de una misma comunidad.
Efectivamente, de la guerra entre clanes a la guerra de sexos hay solo un paso. No obstante, para entender esta afirmación hay que percatarse de otro asunto. Es decir, para ver qué lleva a la comunidad a interiorizar conflictos que, de entrada, deberían quedar extramuros, hay que fijarse en un detalle relacionado con los procederes bélicos de aquel entonces.
Por poner ejemplos que ilustren, en la actualidad el temido botón rojo puede accionarlo indistintamente un hombre o una mujer. Igualmente, pueden ser utilizados por cualquiera un revólver o una ametralladora. Su funcionamiento simplemente requiere de una leve presión y articulación de falanges. Pero ¿sucedía lo mismo en la prehistoria? Obviamente no. Los combates de la antigüedad requieren brazos fuertes que blandan sus precarias armas.
Con este dato llegamos al segundo argumento que, a su vez, se desdobla en dos supuestos. En aquella época, tiene más posibilidades de vencer en una guerra la tribu que, por un lado, ostenta un mayor número de guerreros. Esto es, la victoria de aquellos conflictos depende mucho de la suma de combatientes. Cuantos más sean, mayores son las posibilidades de salir airosos. Por otro lado, además de la cantidad importa la calidad. Los que van al campo de batalla deben gozar de ciertas características físicas que les convierten en más diestros con las armas que emplean.
Y así es cómo como los hombres se convierten en protagonistas, dejando a las mujeres el papel secundario del escenario patriarcal. Porque si se trata de características fisiológicas que determinen la fortaleza física, ellos llevan ventaja. En la especie humana, teniendo en cuenta las particularidades corporales de las personas de una misma etnia, los machos siempre se posicionan en superioridad de condiciones.
En resumidas cuentas y atendiendo a las necesidades de preservación y guerra mencionadas, se llega al tercer razonamiento. Ahora sabemos que cuanto mayor es el número de hombres que van a ser convertidos en combatientes, mayores son también las expectativas de vencer a las aldeas enemigas y, por lo tanto, mayores son también las posibilidades de supervivencia de la comunidad. Pero esta subsistencia también depende de otro factor.
Es decir, a esas mejores condiciones de los hombres para la defensa de la propiedad hay que incorporar un último aspecto que, añadido a lo anterior, desvela la dimensión de la crueldad propinada a las mujeres. Abarcarlo implica comprender el contexto del momento. Y es que en tan belicoso panorama y con un territorio limitado del que obtener el sustento, la tónica dominante en todas las comunidades es la escasez. Dicha carestía se acentúa, además, por al azote periódico de plagas, epidemias y catástrofes naturales de todo tipo. Lo que concluye necesariamente en dificultades de abastecimiento para la manutención de los pobladores de estos asentamientos.
Y ahora sí ya tenemos todos los factores para la tormenta perfecta que se cierne sobre el colectivo femenino. Con la escasez de alimentos provocada por el sedentarismo neolítico, el número de bocas a ser alimentadas empieza a ser relevante. Por ello, hay que ocuparse del control demográfico. El objetivo es procurar que las aldeas no estén sobrepobladas porque un exceso de habitantes pondría en jaque y comprometería la supervivencia de todo el grupo. Y ¿a quién le toca la peor parte? Supongo que ya se adivina la respuesta.
Efectivamente, si (a) se necesitan guerreros hombres para la defensa de la propiedad y (b) hay falta de alimentos por la acotación de las tierras y otras penurias provocadas por la naturaleza, las mujeres tienen las de perder. Y así es. Esta ecuación finalmente deriva en controlar el crecimiento de la población, pero en un solo sentido. Dadas las circunstancias, es más conveniente criar niños que niñas y de ahí los altos niveles de infanticidio femenino.
En este contexto y justificado por el temor a la carestía, a las niñas o bien se les mata o bien se les cuida menos. Ellas no son tan “necesarias” como sus compañeros varones. Por lo tanto, si logran sobrevivir al ajusticiamiento en sus primeros días de vida, deberán enfrentarse después a la ausencia de atenciones, incluso en lo que respecta a lo nutricional. Las niñas de la tribu se alimentan de las sobras que desechan los niños, futuros guerreros imprescindibles. Lo que deriva en que ellas sean un blanco más fácil de enfermedades. Desnutrición que conlleva una fatalidad descrita en mayor morbilidad y mortandad femenina infantil.
Ante estas aberraciones que dejan sin palabras, podría pensarse que la desgracia para las mujeres finaliza aquí. Pero no es así. Como se verá en futuros posts, su desdicha no se detiene en la muerte y la falta de cuidados. Pero ¿qué más podría hacérsele a las mujeres? La respuesta es clara: además de matarnos y maltratarnos en pos de un “bien común”, se nos trata como imbéciles mientras permanecemos vivas.